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Hay tantas clases de libros como clases de trenes. De literatura más lenta o de desarrollo más vertiginoso. No hay que medir los libros por la velocidad de sus argumentos, sino por la amable invitación a hacer paradas, como aquellos trenes tranvías cada vez más inexistentes. Sin temor a que se ralentice su avance. Sin la obligación de terminar de leer apresuradamente el relato interesante.