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Aquel hombre hablaba tanto y tan constantemente de la muerte porque pretendía desprestigiarla. Así la voy demorando, aclaraba, porque ella me escucha. Según iba haciéndose más viejo sus amigos, los que iban quedando, le decían: lo estás consiguiendo. Y él, ufano, respondía: y si es posible pretendo abolirla. Se pasó la vida entera en el empeño. Si al principio criticaba con cierta corrección a la muerte más adelante no dudó en denigrarla, actitud asombrosa que a la muerte, que le oía siempre, le producía gracia y la vez tristeza, pero que siempre la descolocaba. Desaparecieron todos sus amigos y gran parte de familiares de su edad, y él no cejaba. Consciente de tal esfuerzo meritorio, la muerte, sabiendo que no podía hacer una excepción, le premió con el mejor de sus rostros. Cuando agonizaba el hombre, con una sonrisa, alcanzó a decir a la muerte: te he vencido. Admirada de la inocente soberbia y de la entrañable resistencia del hombre, la parca le premió con lo que algunos llaman la buena muerte. Cuentan que la muerte, que no tiene sentimientos, aquel día lloró.