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Solo aquel que escribía a mano sabía quién estaba detrás de su propia letra. No me refiero al hombre aparente u obvio, o a un nombre o a un número, sino al que realmente era: el que titubeaba, el que temblaba, el que se esforzaba, el que se recreaba, el que abandonaba. Las primeras caligrafías de un niño definían un individuo haciéndose interiormente. Porque hacerse no es el resultado, eso que llamamos crecer o dotarse de personalidad. Hacerse son los vericuetos. Esas manifestaciones laterales o tangentes o secantes, por continuar con la imagen geométrica, que a través de su rica capacidad emocional nos hablan desde la infancia. Y que nos dan pistas de lo que, aunque lleguemos a vivir cien años, seguimos siendo.